lunes, 18 de febrero de 2013

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Venid Benditos de mi Padre

Homilía atribuida a San Hipólito de Roma (¿c 235), presbítero, mártir
Tratado sobre el fin del mundo 41-43; GCS I, 2, 305-307


“Venid, benditos de mi Padre”
Venid, benditos de mi Padre, recibid el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo (Mt 25,34). Venid, vosotros que habéis amado a los pobres y a los extranjeros. Venid, vosotros que habéis permanecido fieles a mi amor, porque yo soy el amor. Venid, vosotros los pacíficos porque yo soy la paz. Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros.

    No habéis rendido homenaje a la riqueza sino que habéis dado limosna a los pobres. Habéis sostenido a los huérfanos, ayudado a las viudas, habéis dado de beber a los que tenían sed y de comer a los que tenían hambre. Habéis acogido a los extranjeros, vestido al que estaba desnudo, habéis visitado al enfermo, consolado a los presos, acompañado a los ciegos. Habéis guardado intacto el sello de la fe y os habéis reunido con la comunidad en las iglesias. Habéis escuchado mis Escrituras deseando mi Palabra. Habéis observado mi ley día y noche (Sal 1,2) y habéis participado en mis sufrimientos como soldados valientes para encontrar gracia ante mí, vuestro rey del cielo. “Venid, tomad en posesión el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.” He aquí que mi reino está preparado y mi cielo está abierto. He aquí que mi inmortalidad se manifiesta en toda su belleza. Venid todos, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.     





viernes, 15 de febrero de 2013

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La Oración es luz del Alma

De las Homilías del Pseudo-Crisóstomo
(Suplemento, Homilía 6, Sobre la oración: PG 64, 462-466)

LA ORACIÓN ES LUZ DEL ALMA

Nada hay mejor que la oración y coloquio con Dios, ya que por ella nos ponemos en contacto inmediato con él; y, del mismo modo que nuestros ojos corporales son iluminados al recibir la luz, así también nuestro espíritu, al fijar su atención en Dios, es iluminado con su luz inefable. Me refiero, claro está, a aquella oración que no se hace por rutina, sino de corazón; que no queda circunscrita a unos determinados momentos, sino que se prolonga sin cesar día y noche.

Conviene, en efecto, que la atención de nuestra mente no se limite a concentrarse en Dios de modo repentino, en el momento en que nos decidimos a orar, sino que hay que procurar también que cuando está ocupada en otros menesteres, como el cuidado de los pobres o las obras útiles de beneficencia u otros cuidados cualesquiera, no prescinda del deseo y el recuerdo de Dios, de modo que nuestras obras, como condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un manjar suavísimo para el Señor de todas las cosas. Y también nosotros podremos gozar, en todo momento de nuestra vida, de las ventajas que de ahí resultan, si dedicamos mucho tiempo al Señor.

La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Por ella nuestro espíritu, elevado hasta el cielo, abraza a Dios con abrazos inefables, deseando la leche divina, como un niño que, llorando, llama a su madre; por ella nuestro espíritu espera el cumplimiento de sus propios anhelos y recibe unos bienes que superan todo lo natural y visible.

La oración viene a ser una venerable mensajera nuestra ante Dios, alegra nuestro espíritu, aquieta nuestro ánimo. Me refiero, en efecto, a aquella oración que no consiste en palabras, sino más bien en el deseo de Dios, en una piedad inefable, que no procede de los hombres, sino de la gracia divina, acerca de la cual dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo aboga por nosotros con gemidos que no pueden ser expresados en palabras.

Semejante oración, si nos la concede Dios, es de gran valor y no ha de ser despreciada; es un manjar celestial que satisface al alma; el que lo ha gustado, se inflama en el deseo eterno de Dios, como en un fuego ardentísimo que inflama su espíritu.

Para que alcance en ti su perfección, pinta tu casa interior con la moderación y la humildad, hazla resplandeciente con la luz de la justicia, adórnala con buenas obras, como con excelentes láminas de metal, y decórala con la fe y la grandeza de ánimo, a manera de paredes y mosaicos; por encima de todo coloca la oración, como el techo que corona y pone fin al edificio, para disponer así una mansión acabada para el Señor y poderlo recibir como en una casa regia y espléndida, poseyéndolo por la gracia como una imagen colocada en el templo del alma.

miércoles, 6 de febrero de 2013

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Quieres conocer los secretos del Verbo?

Carta a Diogneto (c  200)
§ 11-12 ; PG 2, 1183, SC 33


“Se sorprende de su falta de fe”
    El Padre ha enviado al Verbo para manifestarle al mundo. Este Verbo fue despreciado por los suyos; pero por la predicación de los apóstoles las naciones paganas creyeron en él, El existía desde el principio (Jn 1,1), y se ha manifestado en una época concreta. Aunque sea antiguo, renace siempre nuevo en el corazón de los santos. Es proclamado Hijo en un eterno hoy (Sal. 2,7)


    Por él, la Iglesia se enriquece de una gracia que se abre y se acrecienta en los santos, les confiere la inteligencia espiritual, les desvela los misterios sagrados y les hace comprender los signos de los tiempos. La Iglesia se regocija en los creyentes: se ofrece a los que la buscan respetando los compromisos de la fe y los jalones puestos por los Padres. Desde ahora el temor de la Ley sugiere cantos de alabanza, se reconoce la gracia anunciada por los profetas, la fe evangélica es afianzada, la tradición de los apóstoles permanece intacta y la gracia de la iglesia salta de júbilo.


    Sí tú no dañas esta gracia, conocerás los secretos que el Verbo comunica a quien quiere y cuando él quiere... Si con empeño las atendéis y escucháis, sabréis qué bienes procura Dios a quienes lealmente le aman, cómo se convierten en un paraíso de deleites, produciendo en sí mismos un árbol fértil y frondoso, adornados de toda variedad de frutos. Porque en este lugar fue plantado el árbol de la ciencia y el árbol de la vida; (Gn 2,9)...

    Que tu corazón pues sea entero conocimiento, y que el Verbo de la verdad se haga tu vida. Si este árbol crece en ti y si deseas ardientemente su fruta, cosecharás siempre los mejores dones de Dios.   

martes, 5 de febrero de 2013

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Cuando se cree en la Resurrección

San Ambrosio (v. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
Comentario al evangelio de Lucas, 6, 60-63; SC 45


“¡A ti te lo digo, levántate!”
    Antes de resucitar a la niña, para suscitar la fe de la gente, Jesús comienza por curar a la mujer aquejada de flujo de sangre. Este flujo cesa para nuestra instrucción: cuando Jesús se acerca a la mujer, ésta ya queda curada.
Lo mismo, para creer en nuestra vida eterna celebramos la resurrección temporal del Señor que siguió a su pasión... Los criados de Jairo que le dicen “no molestes al Maestro”, no creen en la resurrección anunciada en la Ley y realizada en el evangelio. Así, cuando Jesús llega a la casa, lleva consigo a pocos testigos de la resurrección que va a realizar: en un principio no ha sido la multitud la que ha creído en la resurrección. La gente se mofaba de Jesús cuando declara: “La niña no está muerta, duerme”. Los que no creen se mofan. Que lloren, pues, a sus muertos los que creen que están muertos. Cuando se cree en la resurrección, no se ve en la muerte un final sino un descanso...


    Y Jesús, tomando a la niña de la mano, la cura; luego les dice que le den de comer. Es un testimonio de la vida para que nadie crea que se trata de una ilusión sino que es la realidad. ¡Feliz la niña a quien la Sabiduría toma de la mano! Quiera Dios que nos tome también de la mano en nuestras acciones. Que la Justicia sostenga mi mano; que el Verbo de Dios la tome, que me introduzca en su intimidad y aparte mi espíritu de todo error y me salve. Que me dé de comer el pan del cielo, el Verbo de Dios. Esta Sabiduría que ha puesto sobre el altar los alimentos del cuerpo y de la sangre del Hijo de Dios ha declarado: “Venid a comer de mi pan, a beber el vino que he mezclado” (Prov. 9,5)    

lunes, 4 de febrero de 2013

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Unidad de los hermanos



SEGUNDA LECTURA
De los Tratados del Pseudo-Hilario, sobre los salmos.
(Salmo 132: PLS 1, 244-245)

LA MULTITUD DE LOS CREYENTES NO ERA SINO UN SOLO CORAZÓN Y UNA SOLA ALMA

Ved qué paz y qué alegría, convivir los hermanos unidos. Ciertamente, qué paz y qué alegría cuando los hermanos conviven unidos, porque esta convivencia es fruto de la asamblea eclesial; se los llama hermanos porque la caridad los hace concordes en un solo querer.

Leemos que, ya desde los orígenes de la predicación apostólica, se observaba esta norma tan importante: La multitud de los creyentes no era sino un solo corazón y una sola alma. Tal, en efecto, debe ser el pueblo de Dios: todos hermanos bajo un mismo Padre, todos una sola cosa bajo un solo Espíritu, todos concurriendo unánimes a una misma casa de oración, todos miembros de un mismo cuerpo que es único.

Qué paz y qué alegría, convivir los hermanos unidos. El salmista añade una comparación para ilustrar esta paz y alegría, diciendo: Es ungüento precioso en la cabeza, que baja por la barba de Aarón hasta la franja de su ornamento. El ungüento con que Aarón fue ungido sacerdote estaba compuesto de substancias olorosas. Plugo a Dios que así fuese consagrado por primera vez su sacerdote; y también nuestro Señor fue ungido de manera invisible entre todos sus compañeros. Su unción no fue terrena; no fue ungido con el aceite con que eran ungidos los reyes, sino con aceite de júbilo. Y hay que tener en cuenta que, después de aquella unción, Aarón, de acuerdo con la ley, fue llamado ungido.

Del mismo modo que este ungüento, doquiera que se derrame, extingue los espíritus inmundos del corazón, así también por la unción de la caridad exhalamos para Dios la suave fragancia de la concordia, como dice el Apóstol: Somos perfume que proviene de Cristo. Así, del mismo modo que Dios halló su complacencia en la unción del primer sacerdote Aarón, también es una paz y una alegría convivir los hermanos unidos.

La unción va bajando de la cabeza a la barba. La barba es distintivo de la edad viril. Por esto nosotros no hemos de ser niños en Cristo, a no ser únicamente en el sentido ya dicho, de que seamos niños en cuanto a la ausencia de malicia, pero no en el modo de pensar. El Apóstol llama niños a todos los infieles, en cuanto que son todavía débiles para tomar alimento sólido y necesitan de leche, como dice el mismo Apóstol: Os di a beber leche; no os ofrecí manjar sólido, porque aún no lo admitíais. Y ni siquiera ahora lo admitís.

jueves, 31 de enero de 2013

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TRABAJÉ SIEMPRE CON AMOR

De las cartas de san Juan Bosco, presbítero
(Epistolario, Turín 1959, 4, 201-203)

TRABAJÉ SIEMPRE CON AMOR

Si de verdad buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirlos al cumplimiento de sus obligaciones, conviene ante todo que nunca olvidéis que hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no sólo yo, sino toda la Congregación salesiana.

¡Cuántas veces, hijos míos, durante mi vida, ya bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez.

Os recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que con frecuencia los llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor.

Guardaos de que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro espíritu. Es difícil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es necesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor.

Miremos como a hijos a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor.

Éste era el modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignorantes y rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con benignidad y con una amigable familiaridad, de tal modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de Dios. Por esto nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.

Son hijos nuestros, y por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, dominarla de tal manera como si la hubiéramos extinguido totalmente.

Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos.

En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de palabras, ya que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan de provecho alguno a los culpables.

martes, 29 de enero de 2013

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Que es lo únco que nos pide Dios, que lo amemos

De la Regla monástica mayor de san Basilio Magno, obispo
(Respuesta 2, 2-4: PG 31, 914-915)

¿CÓMO PAGAREMOS AL SEÑOR TODO EL BIEN QUE NOS HA HECHO?

¿Qué lenguaje será capaz de explicar adecuadamente los dones de Dios? Son tantos que no pueden contarse, y son tan grandes y de tal calidad que uno solo de ellos merece toda nuestra gratitud.

Pero hay uno al que por fuerza tenemos que referirnos, pues nadie que esté en su sano juicio dejará de hablar de él, aunque se trate en realidad del más inefable de los beneficios divinos; es el siguiente: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo honró con el conocimiento de sí mismo, lo dotó de razón, por encima de los demás seres vivos, le otorgó poder gozar de la increíble belleza del paraíso y lo constituyó, finalmente, rey de toda la creación. Después, aunque el hombre cayó en el pecado, engañado por la serpiente, y, por el pecado, en la muerte y en las miserias que acompañan al pecado, a pesar de ello, Dios no lo abandonó; al contrario, le dio primero la ley para que le sirviese de ayuda, lo puso bajo la custodia y vigilancia de los ángeles, le envió a los profetas para que le echasen en cara sus pecados y le mostrasen el camino del bien, reprimió mediante amenazas sus tendencias al mal y estimuló con promesas su esfuerzo hacia el bien, manifestando en varias ocasiones por anticipado, con el ejemplo concreto de diversas personas, cual sea el término reservado al bien y al mal. Y aunque nosotros, después de todo esto, perseveramos en nuestra contumacia, no por ello se apartó de nosotros.

La bondad del Señor no nos dejó abandonados y, aunque nuestra insensatez nos llevó a despreciar sus honores, no se extinguió su amor por nosotros, a pesar de habernos mostrado rebeldes para con nuestro bienhechor; por el contrario, fuimos rescatados de la muerte y restituidos a la vida por el mismo nuestro Señor Jesucristo; y la manera como lo hizo es lo que más excita nuestra admiración. En efecto, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se anonadó a sí mismo, y tomó la condición de esclavo.

Más aún, soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores, fue herido por nuestras rebeldías, por sus llagas hemos sido curados; además, nos redimió de la maldición, haciéndose maldición por nosotros, y su frió la muerte más ignominiosa para llevarnos a una vida gloriosa. Y no se contentó con volver a dar vida a los que estaban muertos, sino que los hizo también partícipes de su divinidad y les preparó un descanso eterno y una felicidad que supera toda imaginación humana.

¿Cómo pagaremos, pues, al Señor todo el bien que nos ha hecho? Es tan bueno que la única paga que exige es que lo amemos por todo lo que nos ha dado. Y cuando pienso en todo esto -voy a deciros lo que siento- me horrorizo de pensar en el peligro de que alguna vez, por falta de consideración o por estar absorto en cosas vanas, me olvide del amor de Dios y sea para Cristo causa de vergüenza y oprobio.

lunes, 28 de enero de 2013

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El pecado contra el Espiritu Santo

Evangelio según San Marcos 3,22-30.
Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: "Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios".
Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: "¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?
Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir.
Y una familia dividida tampoco puede subsistir.
Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llegado a su fin.
Pero nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.
Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran.
Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre".
Jesús dijo esto porque ellos decían: "Está poseído por un espíritu impuro".

Beato Juan Pablo II (1920-2005), papa
Encíclica “Dominum et vivificantem”, § 46 (trad. © Libreria Editrice Vaticana)

El pecado contra el Espíritu Santo
    ¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿En qué sentido hay que entender esta blasfemia? Santo Tomás de Aquino responde que se trata de un pecado “irremisible por su misma naturaleza porque excluye los elementos gracias a los cuales se concede la remisión de los pecados”. Según tal exégesis, esta blasfemia no consiste, propiamente, en decir palabras ofensivas contra el Espíritu Santo, sino que consiste en no querer recibir la salvación que Dios ofrece al hombre a través del Espíritu Santo que actúa en virtud del sacrificio de la cruz. Si el hombre rechaza la “manifestación del pecado” que viene del Espíritu Santo (Jn 16,8) y que tiene un carácter salvífico, rechaza, al mismo tiempo, la “venida” del Paráclito (Jn 16,7), “venida” que tiene lugar en el misterio de Pascua, en unión con el poder redentor de la Sangre de Cristo, Sangre que “purifica la conciencia de las obras muertas” (Heb 9,14).

    Sabemos que el fruto de una tal purificación es la remisión de los pecados. En consecuencia, quien rechaza al Espíritu y la Sangre (cf 1Jn 5,8) permanece en las “obras muertas”, en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste, precisamente, en el rechazo radical de esta remisión de la cual él es el dispensador íntimo, y que presupone la verdadera conversión que él opera en la conciencia. Si Jesús dice que el pecado contra el Espíritu Santo no puede ser perdonado ni en este mundo ni en el otro es porque esta “no-remisión” está ligada, como a su causa, a la “no-penitencia”, es decir, al rechazo radical de convertirse...

    La blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que presume y reivindica el “derecho” a perseverar en el mal –en el pecado, cualquiera que sea su forma- y por ahí mismo rechaza la Redención. El hombre permanece encerrado en el pecado, haciendo, pues, por su parte, imposible la conversión y, por consiguiente, también la remisión de los pecados, la cual él no juzga esencial ni importante para su vida. En este caso, hay una situación de ruina espiritual, porque la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de la cárcel en la cual él mismo se ha encerrado.





sábado, 26 de enero de 2013

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La Infancia de Jesus parte 1



CAPÍTULO I

 «¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9)

 

             
            La pregunta sobre el origen de Jesús en cuanto interrogante sobre su ser y misión
             
            Justo en medio del interrogatorio de Jesús, Pilato pregunta inesperadamente al acusado: «¿De dónde eres tú?» Los acusadores habían dramatizado su pretensión de que Jesús fuera condenado a muerte diciendo que este Jesús se había declarado Hijo de Dios, un relato para el que la ley preveía la pena de muerte. El juez racionalista romano, que ya había manifestado anteriormente su escepticismo ante la cuestión sobre la verdad (cf. Jn 18,38), podría haber considerado como ridícula esta afirmación del acusado. No obstante, se asustó. Anteriormente, el acusado había declarado que era rey, pero que su reino «no es de aquí» (Jn 18,36). Y luego había aludido a un misterioso «de dónde», y a un «para qué», afirmando: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad» (Jn 18,37).
            Todo eso debió de parecer al juez romano un desvarío. Y, sin embargo, no conseguía evitar la misteriosa impresión causada por aquel hombre, diferente de otros que conocía como combatientes contra el dominio romano y para restablecer el reino de Israel. El juez romano pregunta sobre el origen de Jesús para entender quién es él realmente, y qué es lo que quiere.
             
            La pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza, aparece también en otros momentos decisivos del Evangelio de Juan, y desempeña igualmente un papel importante en los Evangelios Sinópticos. En Juan, como en los Sinópticos, esta cuestión se plantea con una singular paradoja. Por un lado, contra Jesús y su pretendida misión habla el hecho de que se conoce con precisión su origen: en modo alguno viene del cielo, del «Padre», de «allá arriba», como él dice (Jn 8,23). No: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42).
            Los Sinópticos relatan un debate muy similar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús. Jesús no había interpretado las palabras de la Sagrada Escritura como era habitual, sino que, con una autoridad que superaba los límites de cualquier interpretación, las había referido a sí mismo y a su misión (cf. Lc 4,21). Los oyentes —muy comprensiblemente— se asustan de esta relación con la Escritura, de la pretensión de ser él mismo el punto de referencia intrínseco y la clave de interpretación de las palabras sagradas. Y el miedo se transforma en oposición: «“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?” Y esto les resultaba escandaloso» (Mc 6,3).
            En efecto, se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre los otros. Es uno como nosotros. Su pretensión no podía ser más que una presunción. A esto se añade además que Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna de este tipo. Juan refiere que Felipe dijo a Natanael: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» La respuesta de Natanael es bien conocida: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,45s). La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás.
             
            Pero hay también un argumento opuesto contra la autoridad de Jesús, y precisamente en el debate sobre la curación del ciego de nacimiento que recobró la vista: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése [Jesús] no sabemos de dónde viene» (Jn 9,29).
            Algo muy similar habían dicho también los de Nazaret tras el discurso en la sinagoga, antes de que descalificaran a Jesús por ser bien conocido e igual a ellos: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?» (Mc 6,2). También aquí la pregunta es: «¿De dónde?», aunque luego la retiraran haciendo referencia a su parentela.
            El origen de Jesús es al mismo tiempo notorio y desconocido; es aparentemente fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera exhaustiva. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntará a sus discípulos: «Quién dice la gente que soy yo?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,27ss). ¿Quién es Jesús? ¿De dónde viene? Ambas cuestiones están inseparablemente unidas.
             
            Lo que pretenden los cuatro Evangelios es contestar a estas preguntas. Han sido escritos precisamente para dar una respuesta. Cuando Mateo comienza su Evangelio con la genealogía de Jesús, quiere poner de inmediato bajo la luz correcta, ya desde el principio, la pregunta sobre el origen de Jesús; la genealogía es como una especie de título para todo el Evangelio. Lucas, a su vez, ha colocado la genealogía de Jesús al comienzo de su vida pública, casi como una presentación pública de Jesús, para responder con matices diversos a la misma pregunta, y anticipando lo que luego desarrollará en todo el Evangelio. Tratemos ahora de comprender mejor la intención esencial de las dos genealogías.
             
            Para Mateo, hay dos nombres decisivos para entender el «de dónde» de Jesús: Abraham y David.
            Con Abraham —tras la dispersión de la humanidad después de la construcción de la torre de Babel— comienza la historia de la promesa. Abraham remite anticipadamente a lo que está por venir. Él es peregrino hacia la tierra prometida, no sólo desde el país de sus orígenes, sino que lo es también en su salir del presente para encaminarse hacia el futuro. Toda su vida apunta hacia adelante, es una dinámica del caminar por la senda de lo que ha de venir. Con razón, pues, la Carta a los Hebreos lo presenta como peregrino de la fe fundado en la promesa, porque «esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb 11,10). Para Abraham, la promesa se refiere en primer término a su descendencia, pero va más allá: «Con su nombre se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 18,18). Así, en toda la historia que comienza con Abraham y se dirige hacia Jesús, la mirada abarca el conjunto entero: a través de Abraham ha de venir una bendición para todos.
            Por tanto, desde el comienzo de la genealogía la visión se extiende ya hacia la conclusión del Evangelio, en la que el Resucitado dice a sus discípulos: «Haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). En la singular historia que presenta la genealogía, está ciertamente presente ya desde el principio la tensión hacia la totalidad; la universalidad de la misión de Jesús está incluida en su «de dónde».
            Pero la estructura de la genealogía y de la historia que en ella se relata está determinada totalmente por la figura de David, el rey al que se le había prometido un reino eterno: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 S 7,16). La genealogía propuesta por Mateo está modelada según esta promesa. Y se articula en tres grupos de catorce generaciones: primero, ascendiendo desde Abraham hasta David; descendiendo después desde Salomón hasta el exilio en Babilonia, para ir subiendo de nuevo hasta Jesús, donde la promesa llega a su cumplimiento final. Muestra al rey que durará por siempre, aunque del todo diverso al que cabría pensar basándose en el modelo de David.
            Esta articulación resulta aún más clara si se tiene en cuenta que las letras hebreas que componen el nombre de David dan el valor numérico de 14 y, por tanto, también a partir del simbolismo de los números, David, su nombre y su promesa, marcan la vía desde Abraham hasta Jesús. Apoyándose en esto, podría decirse que la genealogía, con sus tres grupos de catorce generaciones, es un verdadero evangelio de Cristo Rey: toda la historia tiene la vista puesta en él, cuyo trono perdurará para siempre.
             
            La genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres: Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido?
            Se ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores. Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos.
            Pero, sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera. A través de todas las generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham engendró a Isaac...» Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue concebido por obra del Espíritu Santo.
            No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana.
             
            Echemos ahora una mirada también a la genealogía que presenta el Evangelio de Lucas (cf. 3,23-38). Llaman la atención varias diferencias respecto a la sucesión de los antepasados en san Mateo.
            Ya hemos dicho que, en Lucas, la genealogía se introduce en la vida pública de Jesús y, por decirlo así, lo autentifica en su misión pública, mientras que en Mateo se presenta la genealogía como el verdadero comienzo del Evangelio, para pasar después al relato de la concepción y del nacimiento de Jesús, y al desarrollo de la cuestión del «de dónde» en su doble sentido.
            Sorprende además que Mateo y Lucas concuerden solamente en pocos nombres, y que no tengan en común ni siquiera el nombre del padre de José. ¿Cómo explicar esto? Aparte de elementos tomados del Antiguo Testamento, ambos autores han trabajado con tradiciones cuyas fuentes no somos capaces de reconstruir. Creo que es simplemente inútil avanzar hipótesis a este respecto. Para los dos evangelistas no cuentan tanto los nombres de cada uno como la estructura simbólica en la cual aparece la posición de Jesús en la historia: su ser entrelazado en las vías históricas de la promesa y el nuevo comienzo que, paradójicamente, junto con la continuidad de la actuación histórica, caracteriza el origen de Jesús.
            Otra diferencia consiste en que Lucas no asciende, como Mateo, partiendo de los comienzos —de la raíz— hasta el presente, hasta la «cima del árbol», sino que, de manera inversa, desciende de la «cima», que es Jesús, hasta las raíces, mostrando así que, en cualquier caso, la raíz última no está en las profundidades, sino más bien «allá arriba»; es Dios quien está en el origen del ser humano: «Hijo... de Enós, de Set, de Adán, de Dios» (Lc 3,38).
            Mateo y Lucas tienen en común el que, con José, la genealogía se interrumpe y se aparta: «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José» (Lc 3,23). Jurídicamente era hijo de José, nos dice Lucas. Cuál era su verdadero origen, ya lo había descrito precedentemente en los dos primeros capítulos de su Evangelio.
             
            Mientras que Mateo da a su genealogía una clara estructura teológico-simbólica con tres series de catorce generaciones, Lucas presenta sus 76 nombres sin ninguna articulación reconocible externamente. No obstante, también en ella se puede percibir una estructura simbólica del tiempo histórico: la genealogía contiene once veces siete elementos. Tal vez Lucas conocía el esquema apocalíptico que articula la historia universal en doce períodos y, al final, está compuesto por once veces siete generaciones. De este modo, estaríamos ante una insinuación muy discreta de que, con Jesús, ha llegado «la plenitud de los tiempos»; de que con él comienza la hora decisiva de la historia universal: él es el nuevo Adán, que una vez más viene «de Dios»; pero ahora de una manera más radical que el primero, pues no existe solamente gracias a un soplo de Dios, sino que es verdaderamente su «Hijo». Mientras que en Mateo es la promesa davídica lo que caracteriza la estructuración simbólica del tiempo, en Lucas —retrocediendo hasta Adán— se pretende mostrar que, en Jesús, la humanidad comienza de nuevo. La genealogía es la expresión de una promesa que concierne a toda la humanidad.
            En este contexto, hay otra interpretación de la genealogía de Lucas digna de mención; la encontramos en san Ireneo. Él leía en su texto no 76, sino 72 nombres. El número 72 (o 70) —deducido de Ex 1,5— era el de los pueblos del mundo, un número que aparece en la tradición lucana sobre los 72 (o 70) discípulos que Jesús puso al lado de los doce apóstoles. Ireneo escribe: «Por eso Lucas en el origen de Nuestro Señor muestra que desde Adán su genealogía tuvo 72 generaciones, para llegar al término con el inicio, y para significar que él es el que recapitula en sí mismo, a partir de Adán, todas las gentes dispersas desde Adán, y todas las lenguas y generaciones de los hombres. De ahí que Pablo califique a Adán como “tipo del que ha de venir”» (Adv haer III, 22,3).
            Aunque en el texto original de Lucas no aparece en este punto el simbolismo del número 70, sobre el que se basa la exegesis de san Ireneo, se expresa sin embargo correctamente en estas palabras la verdadera intención de la genealogía lucana. Jesús asume en sí la humanidad entera, toda la historia de la humanidad, y le da un nuevo rumbo, decisivo, hacia un nuevo modo de ser persona humana.
             
            El evangelista Juan, que tantas veces evoca la pregunta sobre el origen de Jesús, no ha antepuesto en su Evangelio una genealogía, pero en el Prólogo con el que comienza ha presentado de manera explícita y grandiosa la respuesta a la pregunta sobre el «de dónde». Al mismo tiempo, ha ampliado la respuesta a la pregunta sobre el origen de Jesús, haciendo de ella una definición de la existencia cristiana; a partir del «de dónde» de Jesús ha definido la identidad de los suyos.
            «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios... Y la palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,1-14). El hombre Jesús es el «acampar» del Verbo, del eterno Logos divino en este mundo. La «carne» de Jesús, su existencia humana, es la «tienda» del Verbo: la alusión a la tienda sagrada del Israel peregrino es inequívoca. Jesús es, por decirlo así, la tienda del encuentro: es de modo totalmente real aquello de lo que la tienda, como después el templo, sólo podía ser su prefiguración. El origen de Jesús, su «de dónde», es el «principio» mismo, la causa primera de la que todo proviene; la «luz» que hace del mundo un cosmos. Él viene de Dios. Él es Dios. Este «principio» que ha venido a nosotros inaugura —precisamente en cuanto principio— un nuevo modo de ser hombres. «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1,12s).
            Una parte de la tradición manuscrita no lee esta frase en plural, sino en singular: «El que no ha sido generado por la sangre.» De este modo, la frase sería una clara referencia a la concepción y el nacimiento virginal de Jesús. Quedaría así subrayado concretamente una vez más el provenir de Dios de Jesús, en el sentido de la tradición documentada por Mateo y Lucas. Pero ésta es sólo una interpretación secundaria; el texto auténtico del Evangelio habla aquí muy claramente de aquellos que creen en el nombre de Cristo, y que por ello reciben un nuevo origen. Por lo demás, aparece de manera innegable la conexión con la profesión del nacimiento de Jesús de la Virgen María: el que cree en Jesús entra por la fe en el origen personal y nuevo de Jesús, recibe este origen como el suyo propio. De por sí, todos estos creyentes han nacido ante todo «de la sangre y el amor humano». Pero la fe les da un nuevo nacimiento: entran en el origen de Jesucristo, que ahora se convierte en su propio origen. Por Cristo, mediante la fe en él, ahora han sido generados por Dios.
            Así ha resumido Juan el significado más profundo de las genealogías, y nos ha enseñado a entenderlas también como una explicación de nuestro propio origen, de nuestra verdadera «genealogía». De la misma manera que, al final, las genealogías se interrumpen, puesto que Jesús no fue generado por José, sino que nació de modo totalmente real de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, así esto vale también ahora para nosotros: nuestra verdadera «genealogía» es la fe en Jesús, que nos da una nueva proveniencia, nos hace nacer «de Dios».
BENEDICTO XVI
Del Libro La Infancia de Jesus pags. 4 - 11


martes, 22 de enero de 2013

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La Caridad Divina

De la carta de san Clemente primero, papa, a los Corintios.
(Cap. 49-50: Funk 1, 123-125)

¿QUIÉN SERÁ CAPAZ DE EXPLICAR EL VÍNCULO DE LA CARIDAD DIVINA?

El que posee la caridad de Cristo que cumpla sus mandamientos. ¿Quién será capaz de explicar debidamente el vínculo que la caridad divina establece? ¿Quién podrá dar cuenta de la grandeza de su hermosura? La caridad nos eleva hasta unas alturas inefables. La caridad nos une a Dios, la caridad cubre la multitud de los pecados, la caridad lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en ella; la caridad no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en la caridad hallan su perfección todos los elegidos de Dios y sin ella nada es grato a Dios. En la caridad nos acogió el Señor: por su caridad hacia nosotros, nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo la voluntad del Padre, dio su sangre por nosotros, su carne por nuestra carne, su vida por nuestras vidas.

Ya veis, amados hermanos, cuán grande y admirable es la caridad y cómo es inenarrable su perfección. Nadie es capaz de practicarla adecuadamente, si Dios no le otorga este don. Oremos, por tanto, e imploremos la misericordia divina, para que sepamos practicar sin tacha la caridad, libres de toda parcialidad humana. Todas las generaciones anteriores, desde Adán hasta nuestros días, han pasado; pero los que por gracia de Dios han sido perfectos en la caridad obtienen el lugar destinado a los justos y se manifestarán el día de la visita del reino de Cristo. Porque está escrito: Anda, pueblo mío, entra en los aposentos y cierra la puerta por dentro; escóndete un breve instante mientras pasa la cólera; y me acordaré del día bueno y os haré salir de vuestros sepulcros.

Dichosos nosotros, amados hermanos, si cumplimos los mandatos del Señor en la concordia de la caridad, porque esta caridad nos obtendrá el perdón de los pecados. Está escrito: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay falsedad. Esta proclamación de felicidad atañe a los que, por Jesucristo nuestro Señor, han sido elegidos por Dios, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

lunes, 21 de enero de 2013

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Cuando el esposo les sea quitado , entonces ayunarán.

Evangelio según San Marcos 2,18-22.
Un día en que los discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, fueron a decirle a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?".
Jesús les respondió: "¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo.
Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.
Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!".

San Pedro Crisólogo (c 406-450), obispo de Rávena, doctor de la Iglesia
Sermón sobre Marcos 2; PL 52, 287

El vino nuevo de las bodas del Hijo
    "¿Por qué nosotros ayunamos, y tus discípulos no?" ¿Por qué? Porque para vosotros el ayuno es un asunto de ley. No es un don espontáneo. El ayuno en sí mismo no tiene valor; lo que cuenta es el deseo del que ayuna. ¿Qué provecho pensáis sacar de vuestro ayuno, si ayunáis contrariados y forzados por una ley? El ayuno es un arado maravilloso para labrar el campo de la santidad. Pero los discípulos de Cristo están situados de lleno en el corazón del campo ya maduro de la santidad; comen el pan de la cosecha nueva. ¿Cómo se verían obligados a practicar ayunos que ya son caducados?  "¿Pueden, acaso, ayunar los amigos del Esposo mientras el Esposo está con ellos?"

    El que se casa se entrega por completo a la alegría y participa en el banquete; se muestra afable y alegre con los invitados; hace todo lo que le inspira su amor por la esposa. Cristo celebra sus bodas con la Iglesia mientras vive sobre tierra. Por eso, acepta participar en las comidas a donde se le invita, no se niega. Lleno de benevolencia y de amor, se muestra humano, asequible y amable. ¿No viene para unir al hombre con Dios y hacer de sus compañeros los miembros de la familia de Dios?

    Asimismo, dice Jesús, " nadie cose una pieza de la sábana nueva en un traje viejo". Esta sábana nueva, es el tejido del Evangelio, que está tejido con el vellón del Cordero de Dios: un vestido real que la sangre de la Pasión pronto teñirá de púrpura. ¿Cómo aceptaría Cristo unir esta sábana nueva con la antigua del legalismo de Israel?... De la misma manera, "nadie pone vino nuevo en odres viejos, sino el vino nuevo se pone en odres totalmente nuevos". Estos odres nuevos, son los cristianos. Es el ayuno de Cristo el que va a purificar estos odres de toda mancha, para que guarden intacto el sabor del vino nuevo. El cristiano se convierte así en odre nuevo preparado para recibir el vino nuevo, el vino de las bodas del Hijo, pisado en la prensa de la cruz.



sábado, 19 de enero de 2013

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Confiesa tu pecado y podrás venir a la mesa de Cristo

San Pedro Crisólogo (c 406-450), arzobispo de Ravenna, doctor de la Iglesia
Sermón 30 : PL 52, 285-286


"¡Come con los publicanos y los pecadores!"
    ¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores? Dios es acusado de abajarse hacia el hombre, de sentarse cerca del pecador, de tener hambre de su conversión y sed de su retorno, de preferir el alimento de la misericordia y la copa de la benevolencia. Pero Cristo, hermanos míos, vino a esta comida; la Vida ha venido para estar entre los invitados a fin de que, condenados a muerte, vivan la Vida; la Resurrección se ha acostado para que los que yacen se levanten de sus tumbas; la Bondad se ha abajado para levantar a los pecadores hasta el perdón; Dios ha venido hasta el hombre para que el hombre llegue hasta Dios; el juez ha venido a la comida de los culpables para sustraer a la humanidad de la sentencia de condenación; el médico ha venido a los enfermos para restablecerlos comiendo con ellos; el Buen Pastor ha inclinado la espalda para devolver la oveja perdida al establo de la salvación(Lc 15, 3s).

    “¿Porqué nuestro maestro come con publicanos y pecadores?” Pero, ¿quién es pecador sino el que rechaza verse como tal? Dejar de reconocerse pecador ¿no es hundirse más en su propio pecado y, para decir verdad, identificarse con él? Y ¿quién es el injusto sino aquel que se cree justo?... Vamos, fariseo, confiesa tu pecado y podrás venir a la mesa de Cristo; por ti Cristo se hará pan, ese pan que se romperá para el perdón de tus pecados: Cristo será para ti la copa, esa copa que será derramada para el perdón de tus faltas. Vamos, fariseo, comparte la comida de los pecadores y Cristo compartirá tu comida; reconócete pecador y Cristo comerá contigo; entra con los pecadores al festín de tu Señor y podrás no ser ya más pecador; entra con el perdón de Cristo en la casa de la misericordia.     


viernes, 18 de enero de 2013

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Meditar con los Salmos (Salmo 3)


RITMOS DE VIDA

Señor, cuántos son mis adversarios, cuántos los que se alzan contra mí!
3. ¡Cuántos los que me dicen: "Ya no tienes en Dios salvación"!
4. Mas tú, Señor, eres mi escudo, mi gloria, el que levanta mi cabeza.
5. Tan pronto como llamo al Señor, me responde desde su monte santo.
6. Yo me acuesto y me duermo, y me levanto: el Señor me sostiene.
7. No le temo al pueblo que me rodea, que por todas partes me amenaza.
8. ¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, oh Dios mío! Tú golpeas en la cara a mis enemigos y a los malvados les rompes los dientes.
9. La salvación viene del Señor, que tu bendición venga sobre tu pueblo.


SALMO 3


«Me acuesto y me duermo..., y vuelvo a despertar».
Ese es mi día, Señor, esa es mi vida. Los ritmos de mi cuerpo a tono con los ritmos de tu creación, con las estrellas de noche y con el resplandor de tu luz durante el día. Tuyo soy cuando traba-jo y tuyo cuando duermo; tuyo cuando me mantengo de pie en la postura que me hace hombre y me permite mirar al cielo, y tuyo cuando me acuesto, con cansancio en el cuerpo y confianza en el alma, y me tumbo sobre la tierra que tú has creado para que me sostenga durante la vida y me reciba en la muerte, amparando mi cuerpo cuando tú recibas mi alma.
Iníciame, Señor, en los ritmos de la creación, en la intimidad con la tierra que sostiene mis pasos y el aire que llena mis pulmones. Iníciame en la sabiduría de las estaciones, los caminos de las estrellas, el ciclo de la luz y la sombra, y enséñame así la lección fundamental, que siempre me repites y nunca acabo de comprender, de que, tanto como en la naturaleza, también en la gracia hay idas y venidas, día y noche, invierno y verano, marea alta y marea baja, alegría y tristeza, entusiasmo y escepticismo, certeza y dudas, sol y tinieblas.
Hace falta valor para ponerse de pie, y hace falta valor para acostarse. Y, más que nada, hace falta valor para aceptar la vida entera como un ciclo de levantarme y acostarme, como una trayectoria ondulante a la que he de adaptarme arriba y abajo, una y otra vez, en compañía del sol y la luna y los cielos y los vientos. Enséñame a respirar al unísono con la creación entera, Señor, para entrar de lleno en los ritmos de tu amor.
«De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo.
CARLOS G. VALLÉSBusco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 15
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Llevamos esta VIDA en vasos de barro

Evangelio según San Marcos 2,1-12.
Unos días después, Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa.
Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres.
Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico.
Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".
Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior:
"¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?"
Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: "¿Qué están pensando?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate, toma tu camilla y camina'?
Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados
-dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
El se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: "Nunca hemos visto nada igual".



Catecismo de la Iglesia Católica
§1420-1421, 1468-1469


¡Levántate!
    Por los sacramentos de la iniciación cristiana, el hombre recibe la vida nueva de Cristo. Ahora bien, esta vida la llevamos en "vasos de barro" (2 Co 4,7). Actualmente está todavía "escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3). Nos hallamos aún en "nuestra morada terrena" (2 Co 5,1), sometida al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte. Esta vida nueva de hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado.  El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación... Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos.

    "Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

    Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo... “El penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).

miércoles, 16 de enero de 2013

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Cristo es la plenitud de toda la revelación


VATICANO, 16 Ene. 13 / 10:04 am
Queridos hermanos y hermanas:
El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la divina Revelación, afirma que la íntima verdad de la revelación de Dios brilla para nosotros "en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la Revelación" (n. 2 ).
El Antiguo Testamento nos dice cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, vuelve a ofrecer la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abraham y el camino de un pueblo pequeño, el de Israel, que Él elige, no criterios de poder terrenal, sino simplemente por amor.
Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de actuar de Dios, que llama a algunos, no para excluir a los demás, sino para que sirvan de puente con el fin de conducir hacia Él. Elección siempre para el otro. En la historia del pueblo de Israel, podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino, en el que Dios se deja conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones.
Para esta obra, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los Profetas y los Jueces, que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la necesidad de fidelidad a la alianza y mantienen viva la espera de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.
Y es la realización de estas promesas que hemos contemplado en la Santa Navidad.  Revelación de Dios llega a su culmen, a su plenitud.
En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo Unigénito, Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo acerca de Dios, no habla simplemente del Padre –sino que es Revelación de Dios, porque es Dios– nos revela el rostro de Dios. En el prólogo de su Evangelio, Juan escribe: " Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre "(Jn 1,18).
Quisiera detenerme en este "revelar el rostro de Dios". En este contexto, San Juan, en su Evangelio, nos narra un hecho significativo, que acabamos de escuchar. Al acercarse la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y tener fe, luego entabla un diálogo con ellos, en el que habla de Dios Padre (cfr. Jn 14,2-9). En un momento, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Juan 14:8). Felipe es muy práctico y concreto: dice también lo que nosotros queremos decir, queremos ver al Padre - le pide "ver" el Padre, para ver su rostro.
La respuesta de Jesús –no sólo a Felipe, sino también a nosotros– nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: "El que me ha visto, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha manifestado su rostro, es visible en Jesucristo.
En todo el Antiguo Testamento está presente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el anhelo de conocer este rostro, de ver a Dios como es, tanto que el término hebreo p?nîm, que significa "rostro", se repite 400 veces, de las que 100 se refieren a Dios, cien veces se refiere y se quiere ver el rostro de Dios. Y, sin embargo, la religión hebraica, prohibiendo por completo las imágenes, porque Dios no se puede representar –como hacían los pueblos cercanos con la adoración de los ídolos, por lo tanto con esta prohibición de imágenes en el Antiguo Testamento– parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la piedad
¿Qué significa, entonces, para el piadoso israelita, buscar a pesar de todo el rostro de Dios, aun sabiendo que no puede haber ninguna imagen suya? La pregunta es importante: por un lado, quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se puede tomar en la mano, así como no se puede poner algo en lugar de Dios, y por el otro, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir que es un "Tú", que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo, mirando desde lo alto a la humanidad.
Dios está sin duda por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad y la historia de esta relación de Dios, que se revela progresivamente al hombre, que se hace conocer a sí mismo, su rostro.
Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos oído, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre su pueblo: "Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz". (Números 6:24-26).
El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está enlazado de forma muy especial el tema del ‘rostro’ de Dios. Se trata de Moisés, aquel al que Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarlo a la Tierra prometida.
Después Moisés regresaba al campamento, pero Josué –hijo de Nun, su joven ayudante– no se apartaba del interior de la tienda. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo". (v. 11).
En virtud de esta confianza, Moisés pide a Dios: "Muéstrame tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: «Haré pasar junto a ti toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor… Pero tú no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y seguir viviendo…Aquí a mi lado tienes un lugar… tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro». (vv. 18-23).
Por un lado, pues, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, hay la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Al final, a Dios sólo se le puede seguir, viendo sus hombros. Los Padres dicen esto: tú sólo puedes ver mi espalda, significa que tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde detrás el misterio de Dios. Dios se puede seguir viendo su espalda.
Algo completamente nuevo sucede, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio radical increíble, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, el Hijo de Dios que se hace hombre.
En Él se cumple el camino de la revelación de Dios comenzado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, es a la vez "mediador y plenitud de toda la Revelación" (Constitución Dogmática. Dei Verbum, 2), y en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos enseña el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn 17,6.26).
El término "nombre de Dios" significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, se había hecho invocar, había dado una señal concreta de su "existencia" entre los hombres. Todo esto encuentra cumplimiento y plenitud en Jesús: Él inaugura de forma nueva la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14:9).
El Cristianismo –dice San Bernardo– es la "religión de la Palabra de Dios", no de, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición de la patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rom 9,28, en referencia a Isaías 10:23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos dijo todo de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús incluso la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han venido desempeñando esta tarea, sobre todo Moisés, el libertador del, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define el Nuevo Testamento (cf. Gal 3:19; Hechos 7 , 35, Jn 1:17).
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es uno más de los mediadores entre Dios y el hombre, sino "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Heb 8:6; 9.15, 12.24), "un sólo, de hecho, es Dios - dice Pablo - y un solo uno el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesus"(1 Timoteo 2:5, Gálatas 3:19-20). En él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios como "Abba, Padre" en Él nos vienen dada la salvación.
El deseo de conocer a Dios realmente, es decir, de ver el rostro de Dios, está en todos los hombres, incluso en los ateos. Y nosotros tenemos este deseo consciente de ver quién es, qué es, qué es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo, así vemos la espalda y vemos, por fin, a Dios como a un amigo, su rostro en el rostro de Cristo.
Es importante que sigamos a Cristo pero no sólo cuando lo necesitamos y cuando encontramos un espacio de tiempo, entre los miles quehaceres de cada día, sino con nuestra vida. Toda nuestra existencia debe estar orientada al encuentro con Él, al amor hacia Él y en ella, el amor al prójimo debe tener asimismo un lugar central.
Ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil y en el que sufre. Ello es posible sólo si el verdadero rostro de Jesús se nos ha vuelto familiar, en la escucha de su Palabra –en el diálogo interior con su Palabra para que lo podamos encontrar a Él verdaderamente– y naturalmente en el Misterio de la Eucaristía.
En el Evangelio de San Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan. Pero preparados por el camino, preparados por la invitación que le hacen para que se quede con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones. Así ven al final a Jesús.
También para nosotros, la Eucaristía es, preparada por una vida en diálogo con Jesús, la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa que se cumpla el Reino de Dios.