sábado, 26 de enero de 2013

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La Infancia de Jesus parte 1



CAPÍTULO I

 «¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9)

 

             
            La pregunta sobre el origen de Jesús en cuanto interrogante sobre su ser y misión
             
            Justo en medio del interrogatorio de Jesús, Pilato pregunta inesperadamente al acusado: «¿De dónde eres tú?» Los acusadores habían dramatizado su pretensión de que Jesús fuera condenado a muerte diciendo que este Jesús se había declarado Hijo de Dios, un relato para el que la ley preveía la pena de muerte. El juez racionalista romano, que ya había manifestado anteriormente su escepticismo ante la cuestión sobre la verdad (cf. Jn 18,38), podría haber considerado como ridícula esta afirmación del acusado. No obstante, se asustó. Anteriormente, el acusado había declarado que era rey, pero que su reino «no es de aquí» (Jn 18,36). Y luego había aludido a un misterioso «de dónde», y a un «para qué», afirmando: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad» (Jn 18,37).
            Todo eso debió de parecer al juez romano un desvarío. Y, sin embargo, no conseguía evitar la misteriosa impresión causada por aquel hombre, diferente de otros que conocía como combatientes contra el dominio romano y para restablecer el reino de Israel. El juez romano pregunta sobre el origen de Jesús para entender quién es él realmente, y qué es lo que quiere.
             
            La pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza, aparece también en otros momentos decisivos del Evangelio de Juan, y desempeña igualmente un papel importante en los Evangelios Sinópticos. En Juan, como en los Sinópticos, esta cuestión se plantea con una singular paradoja. Por un lado, contra Jesús y su pretendida misión habla el hecho de que se conoce con precisión su origen: en modo alguno viene del cielo, del «Padre», de «allá arriba», como él dice (Jn 8,23). No: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42).
            Los Sinópticos relatan un debate muy similar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús. Jesús no había interpretado las palabras de la Sagrada Escritura como era habitual, sino que, con una autoridad que superaba los límites de cualquier interpretación, las había referido a sí mismo y a su misión (cf. Lc 4,21). Los oyentes —muy comprensiblemente— se asustan de esta relación con la Escritura, de la pretensión de ser él mismo el punto de referencia intrínseco y la clave de interpretación de las palabras sagradas. Y el miedo se transforma en oposición: «“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros aquí?” Y esto les resultaba escandaloso» (Mc 6,3).
            En efecto, se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre los otros. Es uno como nosotros. Su pretensión no podía ser más que una presunción. A esto se añade además que Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna de este tipo. Juan refiere que Felipe dijo a Natanael: «Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret.» La respuesta de Natanael es bien conocida: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,45s). La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás.
             
            Pero hay también un argumento opuesto contra la autoridad de Jesús, y precisamente en el debate sobre la curación del ciego de nacimiento que recobró la vista: «Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése [Jesús] no sabemos de dónde viene» (Jn 9,29).
            Algo muy similar habían dicho también los de Nazaret tras el discurso en la sinagoga, antes de que descalificaran a Jesús por ser bien conocido e igual a ellos: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos?» (Mc 6,2). También aquí la pregunta es: «¿De dónde?», aunque luego la retiraran haciendo referencia a su parentela.
            El origen de Jesús es al mismo tiempo notorio y desconocido; es aparentemente fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera exhaustiva. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntará a sus discípulos: «Quién dice la gente que soy yo?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,27ss). ¿Quién es Jesús? ¿De dónde viene? Ambas cuestiones están inseparablemente unidas.
             
            Lo que pretenden los cuatro Evangelios es contestar a estas preguntas. Han sido escritos precisamente para dar una respuesta. Cuando Mateo comienza su Evangelio con la genealogía de Jesús, quiere poner de inmediato bajo la luz correcta, ya desde el principio, la pregunta sobre el origen de Jesús; la genealogía es como una especie de título para todo el Evangelio. Lucas, a su vez, ha colocado la genealogía de Jesús al comienzo de su vida pública, casi como una presentación pública de Jesús, para responder con matices diversos a la misma pregunta, y anticipando lo que luego desarrollará en todo el Evangelio. Tratemos ahora de comprender mejor la intención esencial de las dos genealogías.
             
            Para Mateo, hay dos nombres decisivos para entender el «de dónde» de Jesús: Abraham y David.
            Con Abraham —tras la dispersión de la humanidad después de la construcción de la torre de Babel— comienza la historia de la promesa. Abraham remite anticipadamente a lo que está por venir. Él es peregrino hacia la tierra prometida, no sólo desde el país de sus orígenes, sino que lo es también en su salir del presente para encaminarse hacia el futuro. Toda su vida apunta hacia adelante, es una dinámica del caminar por la senda de lo que ha de venir. Con razón, pues, la Carta a los Hebreos lo presenta como peregrino de la fe fundado en la promesa, porque «esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb 11,10). Para Abraham, la promesa se refiere en primer término a su descendencia, pero va más allá: «Con su nombre se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 18,18). Así, en toda la historia que comienza con Abraham y se dirige hacia Jesús, la mirada abarca el conjunto entero: a través de Abraham ha de venir una bendición para todos.
            Por tanto, desde el comienzo de la genealogía la visión se extiende ya hacia la conclusión del Evangelio, en la que el Resucitado dice a sus discípulos: «Haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). En la singular historia que presenta la genealogía, está ciertamente presente ya desde el principio la tensión hacia la totalidad; la universalidad de la misión de Jesús está incluida en su «de dónde».
            Pero la estructura de la genealogía y de la historia que en ella se relata está determinada totalmente por la figura de David, el rey al que se le había prometido un reino eterno: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre» (2 S 7,16). La genealogía propuesta por Mateo está modelada según esta promesa. Y se articula en tres grupos de catorce generaciones: primero, ascendiendo desde Abraham hasta David; descendiendo después desde Salomón hasta el exilio en Babilonia, para ir subiendo de nuevo hasta Jesús, donde la promesa llega a su cumplimiento final. Muestra al rey que durará por siempre, aunque del todo diverso al que cabría pensar basándose en el modelo de David.
            Esta articulación resulta aún más clara si se tiene en cuenta que las letras hebreas que componen el nombre de David dan el valor numérico de 14 y, por tanto, también a partir del simbolismo de los números, David, su nombre y su promesa, marcan la vía desde Abraham hasta Jesús. Apoyándose en esto, podría decirse que la genealogía, con sus tres grupos de catorce generaciones, es un verdadero evangelio de Cristo Rey: toda la historia tiene la vista puesta en él, cuyo trono perdurará para siempre.
             
            La genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres: Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido?
            Se ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y, con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de los pecadores. Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos.
            Pero, sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera. A través de todas las generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham engendró a Isaac...» Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue concebido por obra del Espíritu Santo.
            No obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y, sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza un nuevo modo de ser persona humana.
             
            Echemos ahora una mirada también a la genealogía que presenta el Evangelio de Lucas (cf. 3,23-38). Llaman la atención varias diferencias respecto a la sucesión de los antepasados en san Mateo.
            Ya hemos dicho que, en Lucas, la genealogía se introduce en la vida pública de Jesús y, por decirlo así, lo autentifica en su misión pública, mientras que en Mateo se presenta la genealogía como el verdadero comienzo del Evangelio, para pasar después al relato de la concepción y del nacimiento de Jesús, y al desarrollo de la cuestión del «de dónde» en su doble sentido.
            Sorprende además que Mateo y Lucas concuerden solamente en pocos nombres, y que no tengan en común ni siquiera el nombre del padre de José. ¿Cómo explicar esto? Aparte de elementos tomados del Antiguo Testamento, ambos autores han trabajado con tradiciones cuyas fuentes no somos capaces de reconstruir. Creo que es simplemente inútil avanzar hipótesis a este respecto. Para los dos evangelistas no cuentan tanto los nombres de cada uno como la estructura simbólica en la cual aparece la posición de Jesús en la historia: su ser entrelazado en las vías históricas de la promesa y el nuevo comienzo que, paradójicamente, junto con la continuidad de la actuación histórica, caracteriza el origen de Jesús.
            Otra diferencia consiste en que Lucas no asciende, como Mateo, partiendo de los comienzos —de la raíz— hasta el presente, hasta la «cima del árbol», sino que, de manera inversa, desciende de la «cima», que es Jesús, hasta las raíces, mostrando así que, en cualquier caso, la raíz última no está en las profundidades, sino más bien «allá arriba»; es Dios quien está en el origen del ser humano: «Hijo... de Enós, de Set, de Adán, de Dios» (Lc 3,38).
            Mateo y Lucas tienen en común el que, con José, la genealogía se interrumpe y se aparta: «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José» (Lc 3,23). Jurídicamente era hijo de José, nos dice Lucas. Cuál era su verdadero origen, ya lo había descrito precedentemente en los dos primeros capítulos de su Evangelio.
             
            Mientras que Mateo da a su genealogía una clara estructura teológico-simbólica con tres series de catorce generaciones, Lucas presenta sus 76 nombres sin ninguna articulación reconocible externamente. No obstante, también en ella se puede percibir una estructura simbólica del tiempo histórico: la genealogía contiene once veces siete elementos. Tal vez Lucas conocía el esquema apocalíptico que articula la historia universal en doce períodos y, al final, está compuesto por once veces siete generaciones. De este modo, estaríamos ante una insinuación muy discreta de que, con Jesús, ha llegado «la plenitud de los tiempos»; de que con él comienza la hora decisiva de la historia universal: él es el nuevo Adán, que una vez más viene «de Dios»; pero ahora de una manera más radical que el primero, pues no existe solamente gracias a un soplo de Dios, sino que es verdaderamente su «Hijo». Mientras que en Mateo es la promesa davídica lo que caracteriza la estructuración simbólica del tiempo, en Lucas —retrocediendo hasta Adán— se pretende mostrar que, en Jesús, la humanidad comienza de nuevo. La genealogía es la expresión de una promesa que concierne a toda la humanidad.
            En este contexto, hay otra interpretación de la genealogía de Lucas digna de mención; la encontramos en san Ireneo. Él leía en su texto no 76, sino 72 nombres. El número 72 (o 70) —deducido de Ex 1,5— era el de los pueblos del mundo, un número que aparece en la tradición lucana sobre los 72 (o 70) discípulos que Jesús puso al lado de los doce apóstoles. Ireneo escribe: «Por eso Lucas en el origen de Nuestro Señor muestra que desde Adán su genealogía tuvo 72 generaciones, para llegar al término con el inicio, y para significar que él es el que recapitula en sí mismo, a partir de Adán, todas las gentes dispersas desde Adán, y todas las lenguas y generaciones de los hombres. De ahí que Pablo califique a Adán como “tipo del que ha de venir”» (Adv haer III, 22,3).
            Aunque en el texto original de Lucas no aparece en este punto el simbolismo del número 70, sobre el que se basa la exegesis de san Ireneo, se expresa sin embargo correctamente en estas palabras la verdadera intención de la genealogía lucana. Jesús asume en sí la humanidad entera, toda la historia de la humanidad, y le da un nuevo rumbo, decisivo, hacia un nuevo modo de ser persona humana.
             
            El evangelista Juan, que tantas veces evoca la pregunta sobre el origen de Jesús, no ha antepuesto en su Evangelio una genealogía, pero en el Prólogo con el que comienza ha presentado de manera explícita y grandiosa la respuesta a la pregunta sobre el «de dónde». Al mismo tiempo, ha ampliado la respuesta a la pregunta sobre el origen de Jesús, haciendo de ella una definición de la existencia cristiana; a partir del «de dónde» de Jesús ha definido la identidad de los suyos.
            «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios... Y la palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,1-14). El hombre Jesús es el «acampar» del Verbo, del eterno Logos divino en este mundo. La «carne» de Jesús, su existencia humana, es la «tienda» del Verbo: la alusión a la tienda sagrada del Israel peregrino es inequívoca. Jesús es, por decirlo así, la tienda del encuentro: es de modo totalmente real aquello de lo que la tienda, como después el templo, sólo podía ser su prefiguración. El origen de Jesús, su «de dónde», es el «principio» mismo, la causa primera de la que todo proviene; la «luz» que hace del mundo un cosmos. Él viene de Dios. Él es Dios. Este «principio» que ha venido a nosotros inaugura —precisamente en cuanto principio— un nuevo modo de ser hombres. «A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1,12s).
            Una parte de la tradición manuscrita no lee esta frase en plural, sino en singular: «El que no ha sido generado por la sangre.» De este modo, la frase sería una clara referencia a la concepción y el nacimiento virginal de Jesús. Quedaría así subrayado concretamente una vez más el provenir de Dios de Jesús, en el sentido de la tradición documentada por Mateo y Lucas. Pero ésta es sólo una interpretación secundaria; el texto auténtico del Evangelio habla aquí muy claramente de aquellos que creen en el nombre de Cristo, y que por ello reciben un nuevo origen. Por lo demás, aparece de manera innegable la conexión con la profesión del nacimiento de Jesús de la Virgen María: el que cree en Jesús entra por la fe en el origen personal y nuevo de Jesús, recibe este origen como el suyo propio. De por sí, todos estos creyentes han nacido ante todo «de la sangre y el amor humano». Pero la fe les da un nuevo nacimiento: entran en el origen de Jesucristo, que ahora se convierte en su propio origen. Por Cristo, mediante la fe en él, ahora han sido generados por Dios.
            Así ha resumido Juan el significado más profundo de las genealogías, y nos ha enseñado a entenderlas también como una explicación de nuestro propio origen, de nuestra verdadera «genealogía». De la misma manera que, al final, las genealogías se interrumpen, puesto que Jesús no fue generado por José, sino que nació de modo totalmente real de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, así esto vale también ahora para nosotros: nuestra verdadera «genealogía» es la fe en Jesús, que nos da una nueva proveniencia, nos hace nacer «de Dios».
BENEDICTO XVI
Del Libro La Infancia de Jesus pags. 4 - 11


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