CAPÍTULO I
«¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9)
La
pregunta sobre el origen de Jesús en cuanto interrogante sobre su ser y misión
Justo
en medio del interrogatorio de Jesús, Pilato pregunta inesperadamente al
acusado: «¿De dónde eres tú?» Los acusadores habían dramatizado su pretensión
de que Jesús fuera condenado a muerte diciendo que este Jesús se había
declarado Hijo de Dios, un relato para el que la ley preveía la pena de muerte.
El juez racionalista romano, que ya había manifestado anteriormente su
escepticismo ante la cuestión sobre la verdad (cf. Jn 18,38), podría
haber considerado como ridícula esta afirmación del acusado. No obstante, se
asustó. Anteriormente, el acusado había declarado que era rey, pero que su
reino «no es de aquí» (Jn 18,36). Y luego había aludido a un misterioso
«de dónde», y a un «para qué», afirmando: «Yo para esto he nacido y para esto
he venido al mundo, para ser testigo de la verdad» (Jn 18,37).
Todo
eso debió de parecer al juez romano un desvarío. Y, sin embargo, no conseguía
evitar la misteriosa impresión causada por aquel hombre, diferente de otros que
conocía como combatientes contra el dominio romano y para restablecer el reino
de Israel. El juez romano pregunta sobre el origen de Jesús para entender quién
es él realmente, y qué es lo que quiere.
La
pregunta por el origen de Jesús, como interrogante acerca de su origen más
íntimo, y por tanto sobre su verdadera naturaleza, aparece también en otros
momentos decisivos del Evangelio de Juan, y desempeña igualmente un
papel importante en los Evangelios Sinópticos. En Juan, como en los Sinópticos,
esta cuestión se plantea con una singular paradoja. Por un lado, contra Jesús y
su pretendida misión habla el hecho de que se conoce con precisión su origen:
en modo alguno viene del cielo, del «Padre», de «allá arriba», como él dice (Jn
8,23). No: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su
madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6,42).
Los
Sinópticos relatan un debate muy similar en la sinagoga de Nazaret, el pueblo
de Jesús. Jesús no había interpretado las palabras de la Sagrada Escritura como
era habitual, sino que, con una autoridad que superaba los límites de cualquier
interpretación, las había referido a sí mismo y a su misión (cf. Lc 4,21).
Los oyentes —muy comprensiblemente— se asustan de esta relación con la
Escritura, de la pretensión de ser él mismo el punto de referencia intrínseco y
la clave de interpretación de las palabras sagradas. Y el miedo se transforma
en oposición: «“¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de
Santiago y de José y Judas y Simón? Y sus hermanas, ¿no viven con nosotros
aquí?” Y esto les resultaba escandaloso» (Mc 6,3).
En
efecto, se sabe muy bien quién es Jesús y de dónde viene: es uno más entre los
otros. Es uno como nosotros. Su pretensión no podía ser más que una presunción.
A esto se añade además que Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa
alguna de este tipo. Juan refiere que Felipe dijo a Natanael: «Aquel de quien
escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo
de José, de Nazaret.» La respuesta de Natanael es bien conocida: «¿De Nazaret
puede salir algo bueno?» (Jn 1,45s). La normalidad de Jesús, el
trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo
muestra como uno igual a todos los demás.
Pero
hay también un argumento opuesto contra la autoridad de Jesús, y precisamente
en el debate sobre la curación del ciego de nacimiento que recobró la vista:
«Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése [Jesús] no sabemos de
dónde viene» (Jn 9,29).
Algo
muy similar habían dicho también los de Nazaret tras el discurso en la
sinagoga, antes de que descalificaran a Jesús por ser bien conocido e igual a
ellos: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y
esos milagros de sus manos?» (Mc 6,2). También aquí la pregunta es: «¿De
dónde?», aunque luego la retiraran haciendo referencia a su parentela.
El
origen de Jesús es al mismo tiempo notorio y desconocido; es aparentemente
fácil dar una explicación y, sin embargo, con ella no se aclara de manera
exhaustiva. En Cesarea de Filipo, Jesús preguntará a sus discípulos: «Quién
dice la gente que soy yo?... Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc
8,27ss). ¿Quién es Jesús? ¿De dónde viene? Ambas cuestiones están
inseparablemente unidas.
Lo
que pretenden los cuatro Evangelios es contestar a estas preguntas. Han sido
escritos precisamente para dar una respuesta. Cuando Mateo comienza su
Evangelio con la genealogía de Jesús, quiere poner de inmediato bajo la luz
correcta, ya desde el principio, la pregunta sobre el origen de Jesús; la
genealogía es como una especie de título para todo el Evangelio. Lucas, a su
vez, ha colocado la genealogía de Jesús al comienzo de su vida pública, casi
como una presentación pública de Jesús, para responder con matices diversos a
la misma pregunta, y anticipando lo que luego desarrollará en todo el
Evangelio. Tratemos ahora de comprender mejor la intención esencial de las dos
genealogías.
Para
Mateo, hay dos nombres decisivos para entender el «de dónde» de Jesús: Abraham
y David.
Con
Abraham —tras la dispersión de la humanidad después de la construcción de la
torre de Babel— comienza la historia de la promesa. Abraham remite
anticipadamente a lo que está por venir. Él es peregrino hacia la tierra
prometida, no sólo desde el país de sus orígenes, sino que lo es también en su
salir del presente para encaminarse hacia el futuro. Toda su vida apunta hacia
adelante, es una dinámica del caminar por la senda de lo que ha de venir. Con
razón, pues, la Carta a los Hebreos lo presenta como peregrino de la fe
fundado en la promesa, porque «esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo
arquitecto y constructor iba a ser Dios» (Hb 11,10). Para Abraham, la
promesa se refiere en primer término a su descendencia, pero va más allá: «Con
su nombre se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 18,18). Así,
en toda la historia que comienza con Abraham y se dirige hacia Jesús, la mirada
abarca el conjunto entero: a través de Abraham ha de venir una bendición para
todos.
Por
tanto, desde el comienzo de la genealogía la visión se extiende ya hacia la
conclusión del Evangelio, en la que el Resucitado dice a sus discípulos: «Haced
discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). En la singular historia que
presenta la genealogía, está ciertamente presente ya desde el principio la
tensión hacia la totalidad; la universalidad de la misión de Jesús está
incluida en su «de dónde».
Pero
la estructura de la genealogía y de la historia que en ella se relata está
determinada totalmente por la figura de David, el rey al que se le había
prometido un reino eterno: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi
presencia y tu trono durará por siempre» (2 S 7,16). La genealogía
propuesta por Mateo está modelada según esta promesa. Y se articula en tres
grupos de catorce generaciones: primero, ascendiendo desde Abraham hasta David;
descendiendo después desde Salomón hasta el exilio en Babilonia, para ir
subiendo de nuevo hasta Jesús, donde la promesa llega a su cumplimiento final.
Muestra al rey que durará por siempre, aunque del todo diverso al que cabría
pensar basándose en el modelo de David.
Esta
articulación resulta aún más clara si se tiene en cuenta que las letras hebreas
que componen el nombre de David dan el valor numérico de 14 y, por tanto,
también a partir del simbolismo de los números, David, su nombre y su promesa,
marcan la vía desde Abraham hasta Jesús. Apoyándose en esto, podría decirse que
la genealogía, con sus tres grupos de catorce generaciones, es un verdadero
evangelio de Cristo Rey: toda la historia tiene la vista puesta en él, cuyo
trono perdurará para siempre.
La
genealogía de Mateo es una lista de hombres, en la cual, sin embargo, antes de
llegar a María, con quien termina la genealogía, se menciona a cuatro mujeres:
Tamar, Rahab, Rut y «la mujer de Urías». ¿Por qué aparecen estas mujeres en la
genealogía? ¿Con qué criterio se las ha elegido?
Se
ha dicho que estas cuatro mujeres habrían sido pecadoras. Así, su mención
implicaría una indicación de que Jesús habría tomado sobre sí los pecados y,
con ellos, el pecado del mundo, y que su misión habría sido la justificación de
los pecadores. Pero esto no puede haber sido el aspecto decisivo en su
elección, sobre todo porque no se puede aplicar a las cuatro mujeres. Es más
importante el que ninguna de las cuatro fuera judía. Por tanto, el mundo de los
gentiles entra a través de ellas en la genealogía de Jesús, se manifiesta su
misión a los judíos y a los paganos.
Pero,
sobre todo, la genealogía concluye con una mujer, María, que es realmente un
nuevo comienzo y relativiza la genealogía entera. A través de todas las
generaciones, esta genealogía había procedido según el esquema: «Abraham
engendró a Isaac...» Sin embargo, al final aparece algo totalmente diverso. Por
lo que se refiere a Jesús, ya no se habla de generación, sino que se dice:
«Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado
Cristo» (Mt 1,16). En el relato sucesivo al nacimiento de Jesús, Mateo
nos dice que José no era el padre de Jesús, y que pensó en repudiar a María en
secreto a causa de un presunto adulterio. Y, entonces, se le dijo: «La criatura
que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20). Así, la última
frase da un nuevo enfoque a toda la genealogía. María es un nuevo comienzo. Su
hijo no proviene de ningún hombre, sino que es una nueva creación, fue
concebido por obra del Espíritu Santo.
No
obstante, la genealogía sigue siendo importante: José es el padre legal de
Jesús. Por él pertenece según la Ley, «legalmente», a la estirpe de David. Y,
sin embargo, proviene de otra parte, de «allá arriba», de Dios mismo. El
misterio del «de dónde», del doble origen, se nos presenta de manera muy
concreta: su origen se puede constatar y, sin embargo, es un misterio. Sólo
Dios es su «Padre» en sentido propio. La genealogía de los hombres tiene su
importancia para la historia en el mundo. Y, a pesar de ello, al final es en
María, la humilde virgen de Nazaret, donde se produce un nuevo inicio, comienza
un nuevo modo de ser persona humana.
Echemos
ahora una mirada también a la genealogía que presenta el Evangelio de Lucas
(cf. 3,23-38). Llaman la atención varias diferencias respecto a la sucesión de
los antepasados en san Mateo.
Ya
hemos dicho que, en Lucas, la genealogía se introduce en la vida pública de
Jesús y, por decirlo así, lo autentifica en su misión pública, mientras que en
Mateo se presenta la genealogía como el verdadero comienzo del Evangelio, para
pasar después al relato de la concepción y del nacimiento de Jesús, y al
desarrollo de la cuestión del «de dónde» en su doble sentido.
Sorprende
además que Mateo y Lucas concuerden solamente en pocos nombres, y que no tengan
en común ni siquiera el nombre del padre de José. ¿Cómo explicar esto? Aparte
de elementos tomados del Antiguo Testamento, ambos autores han trabajado con
tradiciones cuyas fuentes no somos capaces de reconstruir. Creo que es
simplemente inútil avanzar hipótesis a este respecto. Para los dos evangelistas
no cuentan tanto los nombres de cada uno como la estructura simbólica en la
cual aparece la posición de Jesús en la historia: su ser entrelazado en las
vías históricas de la promesa y el nuevo comienzo que, paradójicamente,
junto con la continuidad de la actuación histórica, caracteriza el
origen de Jesús.
Otra
diferencia consiste en que Lucas no asciende, como Mateo, partiendo de los
comienzos —de la raíz— hasta el presente, hasta la «cima del árbol», sino que,
de manera inversa, desciende de la «cima», que es Jesús, hasta las raíces,
mostrando así que, en cualquier caso, la raíz última no está en las
profundidades, sino más bien «allá arriba»; es Dios quien está en el origen del
ser humano: «Hijo... de Enós, de Set, de Adán, de Dios» (Lc 3,38).
Mateo
y Lucas tienen en común el que, con José, la genealogía se interrumpe y se
aparta: «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo
de José» (Lc 3,23). Jurídicamente era hijo de José, nos dice Lucas. Cuál
era su verdadero origen, ya lo había descrito precedentemente en los dos
primeros capítulos de su Evangelio.
Mientras
que Mateo da a su genealogía una clara estructura teológico-simbólica con tres
series de catorce generaciones, Lucas presenta sus 76 nombres sin ninguna
articulación reconocible externamente. No obstante, también en ella se puede
percibir una estructura simbólica del tiempo histórico: la genealogía contiene
once veces siete elementos. Tal vez Lucas conocía el esquema apocalíptico que
articula la historia universal en doce períodos y, al final, está compuesto por
once veces siete generaciones. De este modo, estaríamos ante una insinuación
muy discreta de que, con Jesús, ha llegado «la plenitud de los tiempos»; de que
con él comienza la hora decisiva de la historia universal: él es el nuevo Adán,
que una vez más viene «de Dios»; pero ahora de una manera más radical que el
primero, pues no existe solamente gracias a un soplo de Dios, sino que es
verdaderamente su «Hijo». Mientras que en Mateo es la promesa davídica lo que
caracteriza la estructuración simbólica del tiempo, en Lucas —retrocediendo
hasta Adán— se pretende mostrar que, en Jesús, la humanidad comienza de nuevo.
La genealogía es la expresión de una promesa que concierne a toda la humanidad.
En
este contexto, hay otra interpretación de la genealogía de Lucas digna de
mención; la encontramos en san Ireneo. Él leía en su texto no 76, sino 72
nombres. El número 72 (o 70) —deducido de Ex 1,5— era el de los pueblos
del mundo, un número que aparece en la tradición lucana sobre los 72 (o 70)
discípulos que Jesús puso al lado de los doce apóstoles. Ireneo escribe: «Por
eso Lucas en el origen de Nuestro Señor muestra que desde Adán su genealogía
tuvo 72 generaciones, para llegar al término con el inicio, y para significar
que él es el que recapitula en sí mismo, a partir de Adán, todas las gentes
dispersas desde Adán, y todas las lenguas y generaciones de los hombres. De ahí
que Pablo califique a Adán como “tipo del que ha de venir”» (Adv haer
III, 22,3).
Aunque
en el texto original de Lucas no aparece en este punto el simbolismo del número
70, sobre el que se basa la exegesis de san Ireneo, se expresa sin embargo
correctamente en estas palabras la verdadera intención de la genealogía lucana.
Jesús asume en sí la humanidad entera, toda la historia de la humanidad, y le
da un nuevo rumbo, decisivo, hacia un nuevo modo de ser persona humana.
El
evangelista Juan, que tantas veces evoca la pregunta sobre el origen de Jesús,
no ha antepuesto en su Evangelio una genealogía, pero en el Prólogo con
el que comienza ha presentado de manera explícita y grandiosa la respuesta a la
pregunta sobre el «de dónde». Al mismo tiempo, ha ampliado la respuesta a la
pregunta sobre el origen de Jesús, haciendo de ella una definición de la
existencia cristiana; a partir del «de dónde» de Jesús ha definido la identidad
de los suyos.
«En
el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la
Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios... Y la
palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,1-14). El hombre
Jesús es el «acampar» del Verbo, del eterno Logos divino en este mundo.
La «carne» de Jesús, su existencia humana, es la «tienda» del Verbo: la alusión
a la tienda sagrada del Israel peregrino es inequívoca. Jesús es, por decirlo
así, la tienda del encuentro: es de modo totalmente real aquello de lo que la
tienda, como después el templo, sólo podía ser su prefiguración. El origen de Jesús,
su «de dónde», es el «principio» mismo, la causa primera de la que todo
proviene; la «luz» que hace del mundo un cosmos. Él viene de Dios. Él es Dios.
Este «principio» que ha venido a nosotros inaugura —precisamente en cuanto
principio— un nuevo modo de ser hombres. «A cuantos la recibieron, les da poder
para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1,12s).
Una
parte de la tradición manuscrita no lee esta frase en plural, sino en singular:
«El que no ha sido generado por la sangre.» De este modo, la frase sería una
clara referencia a la concepción y el nacimiento virginal de Jesús. Quedaría
así subrayado concretamente una vez más el provenir de Dios de Jesús, en el
sentido de la tradición documentada por Mateo y Lucas. Pero ésta es sólo una
interpretación secundaria; el texto auténtico del Evangelio habla aquí muy
claramente de aquellos que creen en el nombre de Cristo, y que por ello reciben
un nuevo origen. Por lo demás, aparece de manera innegable la conexión con la
profesión del nacimiento de Jesús de la Virgen María: el que cree en Jesús
entra por la fe en el origen personal y nuevo de Jesús, recibe este origen como
el suyo propio. De por sí, todos estos creyentes han nacido ante todo «de la
sangre y el amor humano». Pero la fe les da un nuevo nacimiento: entran en el
origen de Jesucristo, que ahora se convierte en su propio origen. Por Cristo,
mediante la fe en él, ahora han sido generados por Dios.
Así
ha resumido Juan el significado más profundo de las genealogías, y nos ha
enseñado a entenderlas también como una explicación de nuestro propio origen,
de nuestra verdadera «genealogía». De la misma manera que, al final, las
genealogías se interrumpen, puesto que Jesús no fue generado por José, sino que
nació de modo totalmente real de la Virgen María por obra del Espíritu Santo,
así esto vale también ahora para nosotros: nuestra verdadera «genealogía» es la
fe en Jesús, que nos da una nueva proveniencia, nos hace nacer «de Dios».
BENEDICTO
XVI
Del Libro La Infancia de Jesus pags. 4 - 11
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