martes, 15 de enero de 2013

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Meditar con los Salmos (Salmo 2)


YO SOY TU HIJO
Estas son las palabras que más me gusta escuchar de tus labios, Señor: «Tú eres mi hijo». Hace falta fe para pronunciarlas ante mi propia miseria y ante una turba escéptica, pero yo sé que son verdad, y son la raíz de mi vida y la esencia de mi ser. Te llamo Padre todos los días, y te llamo Padre porque tú me has llama-do a mí hijo. Ese es el secreto más entrañable de mi vida, mi alegría más íntima y mi derecho más firme a ser feliz. La iniciativa de tu amor, el milagro de la creación, la intimidad de la familia. El cariñoso acento con que te oigo decir esas palabras, a un tiempo sagradas y delicadas: «Tú eres mi hijo».
Con la misma ilusión te oigo pronunciar la siguiente palabra: «Hoy» «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy». Sé que para ti todo momento es hoy, y todo instante es eternidad. Tal es la plenitud de tu ser, la intemporalidad de tu eterno presente. Y mi anhelo es reflejar en mi fragmentada existencia el destello indiviso de tu constante «ahora». Quiero sentirme hijo tuyo hoy, quiero caer en la cuenta de que me estás dando vida en cada instante, de que comienzo a vivir de nuevo cada vez que vuelvo a pensar en ti, por-que en ese momento tú vuelves a ser mi Padre.
Sigue recreando en mí, Padre, la novedad del nacer que me das día a día, para que yo nunca me canse de respirar, no me aburra de vivir, no me quede atascado en la desgana de mi propia existencia. Esta es una tentación que nunca me deja, y me temo que es también tentación permanente en muchos que me rodean. La vida es tan repetida, tan monótona, tan gris que cada día se parece al anterior, todos obedecen al mismo horario, y la rutina del trabajo inevitable, con la oficina, el papeleo, las visitas y el cansancio de hacer todos los días lo mismo, despojan a la jornada de la alegría de vivir en un mundo nuevo de horizontes limpio y caminos sin fin. Hasta mis oraciones se parecen unas a otras, y
perdóname si lo digo, pero hasta mis encuentros contigo, Señor, en la contemplación y en el sacramento, se marchitan ante mí por el recuerdo de encuentros anteriores y el formalismo de liturgias repetidas. Enséñame la lección refrescante y liberadora de tu «hoy», para que cada momento de mi existencia vuelva a cobrar vida en ti.
Como eres mi Padre y eres dueño de todo, me das en herencia «los confines de la tierra». Ahora sé que todo es mío, porque todo es tuyo y tú eres mi Padre. Hazme sentirme a gusto en cualquier sitio y en cualquier situación, ya que tú eres su dueño y yo soy tu hijo. Hazme disfrutar de la tierra, descubrir sus riquezas y afrontar sus peligros. Haz que no me sienta yo como un extraño ante nada ni nadie. Hazme «gobernar)) la tierra, no con poderío y soberbia, sino con la alegría del corazón y la paz del alma que vienen de tu presencia y atraen y unen a todos tus hijos en confianza y amistad sobre la tierra que a todos nos has dado. Hazme gobernar sirviendo y atraer amando. Así es como quiero abrazar esos confines de la tierra que tú me das en herencia.
Oigo también gritos de protesta en la asamblea de los mor-tales. «Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías». Los hombres no pueden callar cuando alguien se declara hijo de Dios. Sus armas son la ironía, la risa, el desprecio disimulado y las amenazas patentes. El mundo no tolera que alguien, en medio de la confusión y el sufrimiento universales, encuentre la paz y proclame la alegría. Son todos contra uno, el grupo contra la persona, la tempestad contra la flor. Juran destruirme y traman mi ruina. ¿Podré resistir sus ataques?
Y ahora es cuando me llega otra voz: tu propia voz. Voz de trueno y poderío por encima de las tormentas de los hombres. Voz que es para mí seguridad y confianza, porque lleva el tono inconfundible de tu ira contra los insensatos que se atreven a tocar a quien tú proteges bajo tu mano. Oigo resonar tu risa en los cielos, risa que contiene a mis enemigos y me libera a mí. Estoy a salvo bajo tu protección. Que se enfurezca el mundo entero; yo soy tu hijo. Ahora habito en Sión, «tu monte santo», al que no pueden ocultar las nubes ni sacudir las tormentas. Desde allí proclamo tus promesas y me glorío de ser hijo tuyo. Vivo al amparo de tu amor.
«¡Dichosos los que se refugian en él!».
CARLOS G. VALLÉSBusco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 13

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